domingo, 20 de mayo de 2012

D. ALEJANDRO OTERO: UN EJEMPLO PARA NUESTRA HISTORIA ACTUAL


D. Alejandro Otero en su juventud


Es para nosotros un honor y una gran responsabilidad escribir estas notas sobre D. Alejandro Otero, para la revista, Ferrol Análisis, que se edita en su tierra natal, Galicia. Y si nos atrevemos a cumplir con el encargo es por la sencilla razón de que D. Alejandro fue uno de esos hombres que, sin romper con sus raíces, supo insertarse en la vida de nuestra ciudad, Granada, convirtiéndose en uno de sus mejores hijos de adopción.
Lo primero que sorprende al conocer la figura  de D. Alejandro Otero es el silencio que ha rodeado con posterioridad su historia y memoria, puesto que  no sólo fue un hombre público por las diferentes responsabilidades que asumió sino también un médico querido por los pobres y sus familias, a las que se dedicó con entrega profesional y un gran amor humano.
Si lo tomamos como ejemplo, como paradigma de las generaciones de hombres y mujeres que vieron en la proclamación de la II República, una posibilidad de modernizar a la España caciquil, corrupta y atrasada que heredaron, la sorpresa por el secuestro de la memoria acaba convirtiéndose en espanto.
¿Qué clase de violencia puede justificar que nos legaran una ciudad habitada por fantasmas? Negarnos la posibilidad de conocer el pasado, de valorarlo en su justa medida histórica, nos ha castrado para entender nuestro presente y, lo que es más cruel, para decidir  en qué futuro queremos embarcarnos.
Nos hemos acostumbrado a sobrevivir en una ciudad sin rostro, sin definición,  puesto que  sus mejores hijas e hijos fueron asesinados, encarcelados, desterrados, exilados, olvidados; quizás con el objetivo de que llegáramos a la conclusión de que las cosas siempre fueron así, mortecinas, mediocres, apáticas, inmóviles; que la única realidad posible la constituye el mundo de los  “putrefactos”, que diría Federico García Lorca.
No es nuestra intención plantear una disputa en cuanto a  represión y silencio con otros lugares de España, pero sí constatar que por determinadas características históricas de la ciudad de Granada, esta se llevó la trágica palma si nos detenemos a analizar dichos fenómenos en relación a la intelectualidad progresista. No por casualidad Federico García Lorca había declarado pocas semanas antes de su ejecución, al diario madrileño El Sol,  en Granada se agita la peor burguesía de España.
Como afirma la profesora Mercedes del Amo en su libro[1] dedicado a D. Salvador Vila Hernández, el Rector fusilado en el Barranco entre Víznar y Alfacar, en el mismo lugar donde fuera ejecutado Federico García Lorca y tantas y tantos hombres y mujeres, en cifra aún no conocida, del claustro de la Universidad fueron asesinados cinco catedráticos y un auxiliar, el director de la Escuela Normal y un catedrático de la misma. En el acta del claustro... alguien ha marcado con una cruz (posiblemente tras el fusilamiento de estos) a cinco de los ocho catedráticos que habían votado la propuesta de Otero de hacer una moción de censura contra el Rector Marín Ocete y otras autoridades universitarias, por su pasividad ante las algaradas estudiantiles y las agresiones al profesorado y alumnado de izquierdas. Son el catedrático de Derecho Político Joaquín García Labella,; Jesús Yoldi Bereau, catedrático de Química General de la Facultad de Farmacia ...; Salvador Vila, rector durante tres meses...; José Palanco Romero, catedrático de Historia de España...; Rafael García Duarte y Salcedo, catedrático de Pediatría, Presidente de la Academia de Medicina...; José Megías Manzano, profesor auxiliar de la Facultad de Medicina; Agustín Escribano, catedrático y director de la Escuela Normal y Plácido Vargas Corpas, catedrático de la misma Escuela que también fueron fusilados.
Ser, entre otras cosas, médico y republicano, se convirtió en un acta de persecución y muerte casi seguras. Un ejemplo paradigmático lo constituyen los alcaldes que rigieron la ciudad en el paréntesis de cinco años entre ambas dictaduras. Fueron trece, los dos primeros no fueron fusilados: Pareja Yébenes, catedrático de Pediatría...y José Martín Barrales, catedrático de Obstetricia. En cambio, todos los demás alcaldes de la izquierda hasta un total de ocho fueron pasados por las armas a los pocos meses del levantamiento militar[2]. Entre ellos algunos de los catedráticos antes citados y Manuel Fernández- Montesinos Lustau, médico.
El listado del genocidio contra la intelectualidad republicana, residente en Granada, es interminable. También fueron ejecutados dos insignes periodistas, Constantino Ruiz Carnero, director de El Defensor de Granada y Luis Fajardo Fernández; así como el Ingeniero Santa Cruz, constructor entre otras grandiosas obras públicas, de la carretera que conecta la ciudad de Granada con Sierra Nevada.
Junto a los asesinados habría que situar a los represaliados que  fueron numerosísimos;  todos ellos,  unidos a los que pudieron escapar de Granada o no se encontraban en la ciudad en las fechas fatídicas de julio de 1936 (como fue el caso de Alejandro Otero), dejó a la Universidad diezmada intelectualmente; situación agravada por la fuerte represión ejercida sobre maestras y maestros, pilar básico de la revolución educacional y cultural  que la II República impulsara.
A la perversión de la memoria impuesta por la dictadura franquista durante 40 años sucedió el “olvido consensuado”, en el que se basó la Transición Política,  mucho más cruel y mezquino pues ha dejado dos “teorizaciones”,  falsas históricamente y perversas desde el punto de vista ético y moral, ya que conducen a la autocensura; a saber:
La guerra civil y todas sus secuelas fueron producto de la radicalización impulsada por la II República.
En todas las guerras mueren inocentes, en los dos “bandos”, se cometieron excesos.
Teorizaciones que acaban equiparando a  los defensores de la legalidad republicana con el golpismo fascista, a los agredidos con los agresores, a víctimas con verdugos.  Y en lo que a la represión contra la intelectualidad progresista se refiere, la lucha a muerte contra dicho sector no fue un error, sino una estrategia  antropológica del fascismo desde su nacimiento.
La Granada de las primeras décadas del siglo XX, seguía siendo una ciudad provinciana, reducto de clérigos, militares, leguleyos, especuladores y clases dirigentes parasitarias, siendo la Universidad casi la única instancia capaz de imprimirle un cierto dinamismo. De aquí el determinante papel que jugó su membresía en todos los acontecimientos ocurridos. La ciudad conservadora era zarandeada por los nuevos valores que profesores, intelectuales o profesionales progresistas irradiaban. Al odio no siempre bien disimulado por ser considerados “traidores a su clase”, se sumó en muchos casos, la actitud primitivista de una ciudad encerrada en sí misma frente a todo lo que llegaba del exterior, aunque ese exterior fuera Málaga.
Muchos de los nombres que hemos situado hasta ahora, y otros muchos más,  eran forasteros: Alejandro Otero, gallego; el Ingeniero Santa Cruz, madrileño; Fernando de los Ríos, malagueño, Salvador Vila, salmantino, Manuel de Falla, gaditano, etc., llegados a Granada tras ganar oposiciones públicas, acumulando excelentes curricula, en plena juventud y ansiosos de que sus conocimientos sirvieran para mejorar la vida de la mayoría de los habitantes de la ciudad y provincia. En ellos encontraron los jóvenes granadinos contestatarios oxígeno intelectual para desarrollar sus inquietudes, ejemplo, experiencia y apoyo. Dándose la particularidad entre los forasteros mencionados, la gran influencia que dos de ellos tuvieron también sobre el movimiento obrero. Nos referimos a Fernando de la Ríos y a Alejandro Otero, por el papel que desempeñaron dentro del PSOE y la UGT. Curiosamente ninguno de los dos se encontraba en Granada el 18 de julio de 1936. Circunstancia esta que según el sentir de los sobrevivientes determinó el curso trágico de los acontecimientos en la ciudad. José Fernández Castro, por entonces escribiente del Gobierno Civil, insiste en defender que de haber estado en Granada D. Alejandro Otero, los sublevados no hubieran conseguido sus objetivos.
En realidad, desde que Alejandro Otero llegó a Granada, no ocurrió acontecimiento importante en el que no estuviera implicado. La gente que le conoció así como su primer biógrafo, el citado José Fernández Castro, reiteran su fuerte personalidad y carácter, la influencia que ejercía sobre estudiantes, autoridades, etc; el prestigio y autoridad moral que acumulaba explican los cargos electos que llegó a detentar;  su nombramiento como Rector Magnífico de la Universidad, uno de los cargos de mayor trascendencia en la ciudad de Granada, etc. El activismo que desplegó durante los años que residió en Granada fue titánico y nos hablan de su soberbia capacidad de trabajo, de superación de dificultades, de un temple que lo hizo amado y odiado en extremo. Quizás tan sólo Federico García Lorca consiguió obtener idénticos “laureles”.
Las anécdotas de su personalidad y vida que han llegado hasta nosotros a través del libro de José Fernández Castro[3], también nos lo presentan como a un hombre cuya vida podría ser motivo de una magnífica novela, no digamos ya, de una película. Vista desde cualquier perspectiva, su vida fue una lucha permanente contra la estulticia, la mediocridad, la hipocresía, el oscurantismo.
Acabada la dictadura franquista, con no poca cautela, comenzaron las “rehabilitaciones”. Las calles de Granada recibieron a gran parte de los nombres, un aula en la Facultad de Medicina pasó a llamarse Alejandro Otero; en el Salón de Rectores de la Universidad apareció el retrato de Salvador Vila, etc. Pero hubo que esperar bastantes años más para que se produjeran los primeros actos reivindicativos de la memoria de estos personajes. Y es aquí donde la Asociación Plataforma Cívica por la República de Granada, desempeñó un papel innegable, realizando en 1989, el 14 de abril, el primer homenaje público al Rector fusilado, Salvador Vila Hernández. En aquella ocasión pudimos  contar con la colaboración inestimable de la profesora Mercedes del Amo quien, ya por entonces, había comenzado a investigar la vida del que fuera Catedrático de Cultura  Árabe e Instituciones Musulmanas de la Universidad de Granada y Director de la Escuela  de Estudios Árabes, discípulo predilecto de D. Miguel de Unamuno.
Al aproximarse la fecha del cincuenta aniversario de la muerte de D. Alejandro Otero, nuestro muy querido gallego universal, nos pusimos a trabajar para organizarle un homenaje que trascendiera lo más posible. El Rectorado de la Universidad asumió el reto y el compromiso, materializándose dicho homenaje el día 15 de mayo de 2003, en el Salón Rojo o de los Rectores de la Universidad de Granada, situado en el Hospital Real.
En dicho acto tomaron la palabra, el Excelentísimo Rector de la Universidad de Granada, D. David Aguilar (médico); el Ilustrísimo Decano de la Facultad de Medicina, D. José María Peinado (médico); el catedrático D. Luis Álvarez (médico), profesor del Departamento de Ciencias Morfológicas  y Roque Hidalgo, catedrático de Física Aplicada y secretario de la Asociación Plataforma Cívica por la República de Granada.
Por motivos del protocolo de la Universidad, el orden de las intervenciones fue el que se describe a continuación; de las cuales intentamos compartir con las lectoras y lectores de Ferrol Análisis, lo que entendemos como las ideas principales:
El profesor Roque Hidalgo resaltó la valentía y vigencia del discurso realizado por D. Alejandro Otero, en el acto de toma de posesión como Rector Magnífico de la Universidad de Granada, en 1932.  La comprometida apuesta por educar al pueblo porque un pueblo culto era un pueblo libre.
Haciendo pública la propuesta de que el nuevo Campus de la Salud que está diseñado, lleve el nombre de D. Alejandro Otero.
El profesor Luís Álvarez, recordó la figura de D. Alejandro como maestro de varias generaciones de médicos y médicas granadinos, entre ellos su padre, y de las penalidades que sufrieron sus discípulos por el simple hecho de serlo; remarcando con énfasis la admiración que dichos discípulos le profesaron. Fue una intervención muy emotiva, hecha desde el recuerdo directo del hijo de un discípulo agradecido a este gran maestro que fue D. Alejandro Otero.
El profesor José María Peinado, resaltó la talla científica de D. Alejandro, las innovaciones que introdujo en el tratamiento de los tumores, citando en varias ocasiones la Tesis Doctoral de la profesora Dña. Enriqueta Barranco.
Por último, el profesor David Aguilar, Rector de la Universidad de Granada, explicó la situación tan difícil que le tocó vivir a la generación de D. Alejandro Otero. Recordó los logros conseguidos durante su rectorado, así como el diseño de políticas de desarrollo para la Universidad de Granada, que aún tienen vigencia y se están aplicando. La Facultad de Medicina, recordó el profesor David Aguilar, fue un proyecto diseñado por D. Alejandro, un sueño que por desgracia no pudo vivir; como tampoco pudo vivir su propuesta de construir el un Hospital Clínico que permitiera una mejor formación hospitalaria de los médicos.
Entre el público presente se encontraban hijos de exilados granadinos en México, llegados al lugar de acogida gracias a las gestiones realizadas por D. Alejandro quien nunca se olvidó de sus paisanos de adopción.
El cuadro de D. Alejandro Otero brillaba más que nunca y parecía sonreír socarrón al sentir cómo la gente joven de la Asociación le colocaba un lazo con los colores de la bandera republicana y se hacían orgullosos multitud de fotografías, cubiertas las espaldas por el maestro, el médico, el compañero, el amigo.
Justo el 26 de mayo, el periódico El Ideal de Granada publicaba un artículo de opinión, que reproducimos a continuación:
“El 26 de junio de 2003   se cumplieron cincuenta años de la muerte, en México,  del que fuera entre otras cosas, Rector Magnífico de la Universidad de Granada en 1932.  Como se puede leer en la biografía que debemos a José Fernández Castro, D. Alejandro Otero Fernández, nació en Redondela (Pontevedra), el 14 de diciembre de 1888. Llegó a Granada, en 1914, al ganar la Cátedra de Obstetricia de la Facultad de Medicina, convirtiéndose en una personalidad determinante por sus cualidades como médico, hombre y político. Vivió entre nosotras y nosotros en la Calle Gran Vía, número 33, lugar en que desgraciadamente no existe ninguna mención a su persona.
Entre su legado a la ciudad de Granada, además de su ejemplo, quedó el Hospital de la Salud, el Sanatorio de la Alfaguara (ya desaparecido), la innovación tecnológica en el tratamiento de enfermedades tumorales; su magisterio permitió la formación de varias generaciones de ginecólogos que desarrollaron su trabajo en Granada, algunos de ellos hasta hace pocos años; unos tuvieron que exilarse; otros, como D. José Álvarez González y D. Alfredo Daneo, padecieron persecución y cárcel. 
Su ética como médico le llevó a atender a mujeres de todas las condiciones sociales; muchas y muchos granadinas y granadinos de hoy deben su vida a los conocimientos y experiencia de D. Alejandro Otero. 
Militante socialista, el 14 de abril de 1931 es elegido Concejal del Ayuntamiento capitalino y posteriormente,  diputado a Cortes Constituyentes. Durante 1934 fue presidente del Comité de Huelga General, lo que le costó dos meses de cárcel.
Durante 1932 fue Rector Magnífico de la Universidad de Granada. En dicha responsabilidad sobresalió su contacto con las necesidades de la Universidad: favoreciendo la construcción del Albergue Universitario de Sierra Nevada; y su posición decidida a la no desaparición de la Universidad de Granada, proyecto que se planteó por parte de la CEDA, en 1933, en las Cortes Generales. Como Rector participó en el primer proyecto de construcción de la nueva Facultad de Medicina y del Hospital Clínico.
Elegido compromisario, en 1936, para la Elección de Presidente de la República. Subsecretario de Armamento en la zona republicana durante la Guerra de España. Finalizada la guerra tuvo que huir, como tantos centenares de miles de españolas y españoles, a Francia. En 1940 llega exilado a México donde funda los estudios de Obstetricia y Ginecología y  participa en la creación del Hospital Español.  Muere en el exilio, el 26 de junio de 1953. En México su memoria está viva y es reconocida con los mayores honores.
Reivindicar desde Granada su patrimonio como hombre, médico y político es una deuda ética insoslayable no sólo porque sin conocer el pasado resulta difícil explicarse el presente sino principalmente porque su ejemplo sigue estando vivo y actuando en nuestra historia actual.
1º.- Como Rector Magnífico de la Universidad brindó una extraordinaria visión a largo plazo, sin dejarse atrapar en pequeñeces cotidianas, convencido del carácter estratégico de una Institución tan determinante en una ciudad y provincia marcadas por el atraso económico, social y cultural, de graves contrastes y diferencias sociales.
2º.- Como político un ejemplo de coherencia entre las palabras y los hechos, hasta sus últimas consecuencias. Un intelectual progresista al que no le tembló el pulso al ser nombrado Presidente del Comité de Huelga ni Subsecretario de Armamento. Un político íntegro e insobornable; un hombre de aquellos que se ponían los calzones por los pies y de los que estamos tan faltos en la actualidad.
3º.- Un ser sensible ante el dolor ajeno, que no se conformaba con el estado de cosas que le rodeaba y que pensaba, y pensaba bien, que era posible otro mundo donde cualquier ser humano pudiera sentirse útil a la sociedad, rendir según sus posibilidades y recibir de ella lo necesario para vivir dignamente. Un enamorado del ser humano y sus posibilidades.
La sociedad granadina guardará por siempre el agradecimiento a este gallego extraordinario que innovó los estudios y práctica de la Medicina; que brindó su sabiduría en beneficio de la salud pública y la docencia universitaria y que como político fue todo un ejemplo de coherencia, integridad y compromiso.
En reconocimiento de la deuda que sobre Granada pesa hacia este eminente médico, reiteramos públicamente la propuesta hecha durante el Acto-Homenaje que promovido por la Asociación “Plataforma Cívica por la República” de Granada, se celebró el pasado 15 de mayo, en el Rectorado de la Universidad: que el previsto Campus de la Salud de Granada lleve su honroso nombre”.
No tenemos constancia de que la propuesta haya sido aceptada hasta hoy. Lo que sí podemos publicitar es la existencia de una nueva biografía de D. Alejandro Otero, realizada por la Dra. Dña. Enriqueta Barranco, ginecóloga y profesora de la Facultad de Medicina, quien ha dedicado gran parte de su vida, con absoluto rigor y extrema devoción, a los trabajos de investigación histórica sobre su vida y obra. Biografía que ha sido editada por La General de Granada, y que todos esperamos poder tener en nuestras manos cuanto antes.
Nuestro querido Alejandro Otero ha seguido dándonos que hacer después del homenaje realizado en 2003. Con motivo del 75 aniversario de la proclamación de la II República Española, la Asociación Plataforma Cívica por la República, organizó el pasado 5 de junio un acto en el Salón de Grados de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Granada, dedicado a Los Médicos del Exilio, rescatando del olvido a uno de ellos, el Dr. D. Antonio Chamorro, discípulo de D. Alejandro Otero, investigador de primera talla durante toda su vida en el Instituto Pasteur de París, fallecido a los 100 años sin regresar del exilio y que ha donado todos sus bienes materiales, científicos y bibliográficos, a la Facultad de Medicina de Granada, siendo una de sus albaceas testamentarias, la Dra. Enriqueta Barranco que estableció contactos con él, en París, siguiendo la huella de D. Alejandro Otero.
En esta ocasión contamos con la presencia del médico madrileño, D. Francisco Tinao, miembro de la Asociación Historia Actual, quien se ha dedicado durante muchos años con gran pasión y rigor a seguir el rastro de los médicos del exilio republicano. Tituló su conferencia, Destierro y destiempo: los médicos del exilio republicano. En su intervención apareció, por supuesto, la figura de D. Alejandro Otero.
La conferencia de la Dra. Barranco, llevó el título,  Un exilado español en el Instituto Pasteur: Antonio Chamorro. Ni qué decir que D. Alejandro surgió en multitud de ocasiones durante esta conferencia. Destacando ese rasgo común en ambos hombres, lo que hemos llamado, utilizando una expresión muy popular en Granada, de aquellos que se ponían los calzones por los pies, su lealtad, su ética, su compromiso hasta las últimas consecuencias, ya que el Dr. Antonio Chamorro dejó en su testamento escrito que sus cenizas fueran arrojadas en la proximidad de las tapias del Cementerio Municipal de Granada. A buen entendedor, pocas palabras bastan: allí donde fueron fusiladas y fusilados sus compañeras y compañeros de empeños reformadores y humanistas.
En la actividad realizada con motivo del 75 Aniversario, así como en la rueda de prensa celebrada con anterioridad, contamos también con la presencia de Dña. Trinidad Ayuso Guerrero, Presidenta de nuestra Asociación y nieta del que fuera concejal del Ayuntamiento de Granada, por el Distrito Albaicín, en 1931, D. Wescenlao Guerrero, muerto de pena, según palabras de su nieta, tratado como “preso peligroso” y después de haberle fusilado a un hijo.
La Trini, como la llamamos sus numerosísimos compañeros y amigos, contó con orgullo cómo su abuelo le ganó en votos a D. Alejandro Otero, en la mesa electoral del populoso barrio del Albaicín. Ella vive en la actualidad en la casa que fuera de sus abuelos, allí, según le contaron en multitud de ocasiones los miembros mayores de su familia, se reunían a compartir charla y sangría, entre otros, aquel gallego universal, cuya cercanía era presentida por sus alumnos gracias al especial ruido que provocaban las suelas de los zapatos, de piel y hechos a mano por encargo, que cubrían los pies de D. Alejandro Otero.
Que sus huellas no se pierdan en el olvido y nos sirvan para ser mejores mujeres y hombres, mejores ciudadanas y ciudadanos de nuestra ciudad y del mundo.
Cartel de homenaje realizado en su pueblo, Redondela 


Roete Rojo
Asociación Plataforma Cívica por la República de Granada

A las lectoras y lectores: habrán podido comprobar que cuando rescatamos la memoria de las republicanas o los republicanos de Granada perseguidos, exilados o fusilados, se repiten nombres, preguntas y conclusiones. Desde nuestro punto de vista es inevitable.


[1] Salvador Vila. El rector fusilado en Víznar. Universidad de Granada. 2005.
[2] Mercedes del Amo. Op.cit.
[3] Alejandro Otero. El médico y el político. Universidad de Granada. 1995.

lunes, 14 de mayo de 2012

EL OJO DE CRISTAL


Dedicado a Doña Elisa, quien me contó la historia una tarde de invierno.

I. Todas las mañanas se parecían a la anterior. Sobre el pueblo había caído una lluvia de desesperanza que no se aminoraba con el paso de las estaciones del año. Ni siquiera los niños podían sustraerse a la desgracia colectiva, quizás el hambre los apartaba de los juegos y de los sueños infantiles.

Los hombres que quedaban se dirigían cansados, malnutridos y peor vestidos hasta el abrevadero de la Plaza del Ayuntamiento, presintiendo que tampoco ese día encontrarían cómo ganarse un jornal para echar en la olla familiar cualquier cosa.

Eusebio cruzó el patio de su casa para dirigirse al establo y echar una ojeada a las ovejas. En medio de la tragedia que todos los habitantes del pueblo estaban viviendo, él no había salido mal parado. Era demasiado joven cuando estalló la guerra, apenas un gañán analfabeto al que un maestro empezaba a mostrar las primeras letras cuando cada tarde regresaba con el ganado de su familia.

Ahora ya era un hombre que pretendía a una de las mozas más delgadas del lugar. Todo el mundo hablaba bien de él, alto y guapo, sorprendía por su gracia natural y sobre todo por su bondad. Discretamente, haciéndose el distraído, dejaba que la mejor oveja del rebaño se parara en las casas donde sabía que el hambre arreciaba y hacía llorar a un niño sin consuelo.

- Estrella, le decía a la oveja cuando regresaba hasta sus piernas, tus tetas son las más santas del lugar.

Aquella mañana, al pasar por el casino, volvió a encontrarse con el niño lazarillo que una vez a la semana llegaba caminando desde Pinos Puente, acompañando a un abuelo ciego. Pedían algo para comer, “un algo por el amor de Dios”. No siempre la suerte les tendía una mano y en bastantes ocasiones, un desprecio o un insulto eran  toda la cosecha recogida. Pero cuando algún mendrugo era depositado en el morral del lazarillo, tras las bendiciones y las gracias, ambos, ciego y niño, comenzaban el camino de regreso haciendo cruces para que Antonio estuviera aún trabajando en la almazara y, a hurtadillas del manijero, les dejara mojar los mendrugos en la cántara del orujo.

La imagen siempre lo desalentaba, cubriendo sus ojos de una tela invisible de desesperación y rabia. Tanto, que intentaba evitarla, huyendo de ella como de las malas hierbas del campo, a las que conocía tan bien como a la palma de su mano.

II. Algo pasaba en el casino, Eusebio estaba convencido. Corrillos de hombres, acodados en la barra, mantenían una conversación a media voz. Por más que él era de los pocos que podían entrar al bar del Casino de Labradores sin ser un capitoste, prefirió seguir caminando como si nada nuevo estuviera pasando. Seguro que en cualquier taberna del pueblo le darían parte de lo que ocurría.

Atrás habían quedado los tiempos en que las noticias eran comunicadas todos los días, a través de “María la Loca”. María, vecina del barrio de la Vega, había enloquecido, según era de dominio público, por culpa de la letra escrita. Todos los días, puntual como un reloj suizo, se presentaba en el Mercado Municipal con los periódicos y con los restos de periódicos que quedaban huérfanos sobre los asientos del tranvía y que ella recogía con verdadero amor. Antes de salir de casa repetía a diario el mismo ritual: se atildaba el pelo y cogía unas lentes sin cristales pero que a su entender le proporcionaban un aire intelectual. Leía las noticias de modo perfecto, poniendo énfasis en lo importante, pasando rápido por lo baladí, con sordina los anuncios por palabra, con dramatismo las esquelas mortuorias, etc. El repertorio de noticias diarias era leído con rigurosidad en el Mercado, la Plaza del Ayuntamiento y en el secadero de tabaco situado en la calle de los Cedazos. Todos podían pues estar informados si querían.

Esa era la locura de María, mujer a la que la mayoría respetaba por la función social que cumplía y que los señoricos despreciaban llamando loca y a la que llegaron a odiar en los días de la  República ya que a través de sus lecturas diarias se daban a conocer las decisiones del nuevo Gobierno que afectaban a los jornaleros y a los trabajadores en general.

Desapareció un día sin dejar rastro o sin que nadie se atreviera a buscar su rastro. Alguien llegó a murmurar que la habían visto arrastrada por dos guardias civiles entrar en el cuartel; otros, que apareció ahorcada en un olivo tras la pena de comprobar que habían desaparecido los periódicos y los restos de periódicos de los asientos del tranvía. Su locura se convirtió en leyenda amada y guardada con candor dentro de los hogares humildes.

Eusebio añoró la presencia de María al pasar por el secadero. Cuando era zagal la había escuchado muchas veces. Si las cosas no hubieran resultado como fueron, ahora ella estaría informando a todo el mundo la novedad del día, sin necesidad de ir a gastar unas monedas a la taberna más próxima. Mas a estas alturas de la vida el pasado nada significaba pues su mero recuerdo era un riesgo que nadie se atrevía a correr. El pasado dejaba de tener sentido en la medida en que no podía ser compartido; guardado en el corazón de cada quien había acabado convirtiéndose en una fístula infectada que amenazaba con gangrenar el organismo entero.

III. La taberna del “Niño”, como cabía esperar, estaba más animada que cualquier otro día de la semana. Juan de Dios, el dueño a quien todo el mundo llamaba así, “El Niño”, intentaba que el aire espeso que se respiraba en el pequeño local se despejase, contando con desparpajo las anécdotas narradas un rato antes por los arrieros.

Cuatro hombres jugaban al dominó en la única mesa existente. Desde el urinario se filtraba un fuerte olor que reclamaba lejía... En la barra, tres payos y dos gitanos parecían estatuas de sal, sin atender al monólogo del Niño, absortos en sus propios pensamientos.

- Ponme un chato, Niño. Fue el saludo de Eusebio.

A pesar de ser mucho más joven que la mayoría de los presentes todos lo respetaban y querían a su manera. Envidiaban su posición y sus recursos no debidos a malas artes, sencillamente la suerte tan mezquina en aquellos tiempos le había sonreído y su esfuerzo personal hacía lo demás. Sabía guardar un secreto como nadie, era discreto por deformación profesional, tantas horas al día yendo y viniendo con la sola compañía de sus ovejas. Siempre solo, subiendo y bajando montes, de su antigua imagen de gañán apenas quedaban huellas. Era presumido el Eusebio, quien cuidaba todas las madrugadas su aseo y su aspecto, olvidándose de cuál era su profesión o quizás convencido de que la misma no era motivo para descuido personal. Lo más característico de su atuendo de trabajo era un extraordinario sombrero con el que protegía su cabeza de pelo rizado durante todos los meses del año. Según el estado de ánimo que lo acompañara, solía adornarlo, utilizando como sostén la cinta que rodeaba la copa, con una ramita de romero o de tomillo, o con cualquier florecilla que llamara su atención. Tiempo tenía de sobra para elegir el amuleto que lo librara de las sorpresas que le podría deparar el camino.

Había que saber esperar, era cuestión de tiempo que saltara la liebre y alguien diera pie a contar la novedad.

Las estatuas de sal perdieron la rigidez y cobraron movimiento. Una de ellas se acercó a la puerta abatible y sacó la cabeza para comprobar el tiempo que hacía afuera y escupió sonoramente sobre la tierra. Con semejante gesto lo único que pretendía era certificar “que no hubiesen moros en la costa”. El Niño colaboró metiendo ruido, arrastrando unos tablones que siempre tenía a mano para evitar que el agua de la lluvia entrara en el local y acabara de descomponer la mil veces reparada puerta de hierro. Nadie criticó la aparente estupidez del esfuerzo que realizaba, puesto que no había amenaza de lluvia, cómplices de la estrategia.

- Eusebio, le reclamó uno de los jugadores de dominó, ¿has visto a los forasteros que llegaron hoy al pueblo?

Ante el silencio de Eusebio, su manera personal de responder que nada sabía sobre dichos forasteros,  otro continuó:

- Una familia de maileños, un hombre y una mujer enlutados.
- Los dos son castellanos, recalcó uno de los gitanos acodados en la barra.

Con el calificativo de maileños se denominaba con no poca intención despreciativa a la gente que procedía del pueblo granadino de Montefrío, próximo a la provincia de Córdoba y, por tanto, con un habla seseante tan distinta al ceceo de la Vega de Granada. Al oído de la gente de la Vega, los de Montefrío hablaban fino, como si fueran de Madrid, de aquí el origen del apodo generalizado.

- Andan haciendo preguntas, afirmó un tercero...
- Pues si buscan trabajo, lo tienen claro, dijo Eusebio para iniciar su participación en el juego de frases a medias.

Por aquellos años era frecuente que familias enteras de Montefrío llegaran, espantadas por la miseria y la falta de trabajo, hasta los pueblos de la Vega tan cercanos a la capital. No era un fenómeno nuevo pero ni qué decir que se había agudizado en los últimos años, provocado por la sumatoria de escasez y represión. Las revueltas campesinas de Montefrío habían hecho acto de presencia regular desde que el pueblo dejara de ser la última frontera de Al-Andalus. La revuelta más próxima en el tiempo, la ocurrida en 1934, como en tantos otros pueblos de la provincia.

- ¡Qué pollas van a estar preguntando por trabajo!, exclamó otro jugador de dominó. Bajó la voz y miró directamente a los ojos de Eusebio: - Vienen buscando a un hijo.

Las cartas estaban echadas, todos jugaban desde ese momento al mismo juego, cuyas reglas conocían a la perfección.

El hijo del que se hablaba no se había perdido de cualquier manera, no había abandonado el hogar familiar después de robar a la novia o buscando fortuna, no se trataba tampoco de un loco de esos a los que les da por coger una ruta  y no saben regresar. De haberse tratado de uno de esos casos, la noticia se hubiese propagado con toda legalidad, sin tener que ser reconstruida a base de complicidades y de pequeños fragmentos que poco a poco iban cobrando cuerpo de rompecabezas en plena clandestinidad.

La familia enlutada venía siguiendo el rastro de un fusilado.

IV. Nada pesa más que la impotencia. Cuando esta se convierte en el único alimento durante años, la saliva adquiere un sabor terroso que entumece la garganta, las piernas pesadas se incapacitan para ir a cualquier parte, el corazón se convierte en una máquina ajena que no responde más que a sus propios impulsos y sigue con su tic-tac absurdo, al margen de la voluntad humana rendida ante tanto horror. Pero, ¿cómo frenar el caudal del dolor humano y del amor humano?

Que nos tapen los oídos bajo amenaza de muerte no puede impedir que sigamos oyendo; que nos escupan en la cara no puede impedir que sigamos añorando las caricias de una madre. Amordazados, sepultados en el fango, hambrientos y olvidados nos dejaron para que, ahora sí, todos muramos de asco.

Eusebio calló para sí estas reflexiones y preguntó severo:

- ¿Y desde cuándo lo buscan?

El Niño dejó de revolver de un lado para otro los tablones y mirándolo triste, con sus enormes ojos redondos de sapo, contestó:

- Ni siquiera saben dónde fue apresado, tan sólo que era miliciano. Siguen su pista como perros de caza, de pueblo en pueblo. Alguien debió confesarles, por piedad o por quitárselos de en medio o por simple mala leche, que acabó aquí. La última noticia que tuvieron de él se remonta a más de cuatro meses.

¡Cuatro meses! Más de ciento veinte días con sus noches y negras madrugadas, llenas de silencios tenebrosos, sin besos ni amores, los ánimos sobrecogidos esperando escuchar, de nuevo, los disparos contra las tapias del cementerio. Cómo saber de aquel fusilado con nombre y apellidos concretos pero desconocidos, cuando no era posible saber ni el paradero de los últimos desaparecidos del pueblo.

Muchos hombres del lugar pudieron escapar del pueblo, “zona nacional” desde el golpe del 18 de julio, aprovechando la cercanía de las líneas del frente de guerra, salvándose de la terrible represión que se desencadenó desde el primer momento,  corriendo luego distintas suertes; unos murieron durante la guerra, otros pudieron escapar a las sierras y seguir con las armas en la mano, otros consiguieron salir fuera del país, muchos acabaron presos y otros, también, fueron fusilados en distintos lugares, la mayoría en la provincia de Sevilla. Familias enteras habían desaparecido de forma violenta; mujeres solas tuvieron que dejar que se llevaran a sus hijos pequeños a los orfanatos de los que en muchos casos huían y eran vueltos a llevar..., niños repartidos por los cortijos de la zona donde trabajaban de sol a sol por un plato de bazofia para que no murieran del hambre... Mujeres tristes que rezaban para que el vientre se les secara para siempre, por no poder olvidar a “Carmela la Panaera”, asesinada brutalmente, en presencia de sus hijos menores.

Todos guardaron silencio en la taberna, esperando que Eusebio pudiera aportar alguna pista que permitiera seguir especulando. La espera no era fortuita, si alguien tenía el macabro privilegio de saber algo, ese era Eusebio quien, al salir bien de mañana con las ovejas, subía por el camino del cementerio, bordeando las tapias hasta llegar a la parte más alta de la cañada. En este ritual mañanero había conseguido entablar conversación en varias ocasiones con la familia gitana que habitaba la pequeña choza a la entrada del camposanto. Gente hosca y asustadiza que no se prodigaba en palabras ni en saludos..., motivos tenían para sentirse asustados. Habían llegado al pueblo nada más finalizar la guerra y entre temores, necesidades y amenazas, aceptado el trabajo de enterradores, a cambio de poder vivir al resguardo interior de las tapias del cementerio.

Eusebio movía negativamente la cabeza, ni siquiera en el supuesto de que el enterrador estuviese por contestar alguna pregunta concreta, a cambio de leche o queso, sería posible averiguar nada.

El Niño siguió motivando el interés de Eusebio:

- La cosa es que no podrán merodear mucho tiempo más haciendo preguntas; ya estuvieron en el Ayuntamiento, en la Parroquia, en el Juzgado de Paz..., a media mañana, los civiles les estaban presionando para que abandonaran el pueblo. Dicen que se han refugiado en una cueva del camino de las canteras. Igual mañana han desaparecido para evitar mayores...

- ¿Y qué pollas puedo hacer yo?, contestó Eusebio un poco molesto. ¿Cómo identificarlo? ¿Acaso era cojo o le faltaba un brazo? En cuatro meses, por lo menos en doce ocasiones se han oído los disparos...
- ¡Coño!, Eusebio, dijo el Niño, no te amosques que la cosa no va contigo.

De nuevo reinó el silencio. Unos pasos ligeros se oían en la calle. La puerta abatible se movió hacia adentro, dando paso a la Josefa que entró como una exhalación.  Llevaba en la mano una botella vacía, simulando que iba a la taberna  a comprar un cuartico de vino blanco.

- ¡Por los clavos de Cristo!, gritó espantada. ¡Si hoy no me muero del susto es que tengo más vidas que un gato!

Hablaba de forma atropellada, apenas si podía sostener la botella en la mano del temblor que la sacudía. ¿Qué espanto podía tener así a la mujer con más riles del pueblo?

- ¿Habéis visto a los forasteros?, continuó Josefa. La mujer se ha escondido en los olivos esperando a que saliéramos de trabajar de la remolachera, parecía una urraca tan enlutada y con el pañuelo negro cubriéndole la cabeza. Haciéndonos señales ha llamado nuestra atención y varias del pueblo nos hemos acercado a ver quién era. ¡Por la Virgen de la Angustias, Niño! ¡Jamás he visto una cara como la suya! ¡Si la sientan en un altar le quita el puesto a la Dolorosa!

- ¡Déjate ya de cristos y de vírgenes, coño! Y cuenta lo que sabes que nos tienes en ascuas, le dijo el Niño.

- La cosa es que no sabíamos qué pensar. No era una puta porque no era la hora en que salen los hombres de la fábrica. Al acercarnos a ella sacó de la  faltriquera una fotografía de un muchacho vestido de domingo, muy apañaico. Este es mi hijo Manuel, nos explicó, nos han dicho que lo trajeron preso a este pueblo y no sabemos qué ha sido de él, desde hace cuatro meses nada sabemos. ¿No lo vieron?, nos preguntaba suplicante. Si lo han visto no han podido olvidarse de él, mira de una manera rara, el pobre tuvo de niño un percance en el campo, por más que hicimos perdió el ojo derecho y desde los quince años lleva uno de cristal. ¡Por el amor de Dios!, si son ustedes madres sabrán por lo que estoy pasando... ¡Díganme que lo han visto!, ¿Se fijaron en su ojo de cristal?

Las mujeres han intentado consolarla diciéndole que seguro la información que les dieron no era de buena ley y que el muchacho estará refugiado en cualquier sitio o habrá conseguido escapar. En nada podíamos ayudarla y como seguía hablando del ojo de cristal más de una se ha puesto a llorar y a maldecir... Yo he llegado a mi casa hechica polvo, no me puedo sacar el ojo de cristal de la cabeza... ¡Hijos de puta!

V. Eusebio se puso blanco como el mármol y corrió al urinario a vomitar. Todos comprobaron que el chato de vino estaba intacto en la barra junto al sombrero. Tantas cosas se habían vivido que ya nadie se sorprendía de casi nada. Si el Eusebio se había descompuesto al escuchar a la Josefa, no era porque fuera poco hombre sino porque hay veces en las  que hasta el más duro necesita utilizar una válvula de escape para no reventar. Guardaron silencio por respeto al Eusebio, arcadas y sollozos salían confundidos de su garganta. Al salir, cogió el sombrero con mano firme, se bebió el vaso de un solo trago, dejó unas monedas sobre el mostrador y les dijo con voz segura:

- ¡Por la madre que me parió que esto no se queda así! Josefa, encárgate tú de que la mujer enlutada me espere de madrugada detrás del cementerio.

Nunca podría olvidarlo. Hacía justo cuatro meses. Era martes y primero de mes. Estaba seguro porque el día anterior había ido en su busca un tratante de ganado con el que había cerrado un buen negocio y los dos habían acabado un poco alegres después de celebrarlo con varias invitaciones en el Casino de Labradores. Hasta la Elisa, esa moza a la que pretendía, se había dado cuenta  cuando a media tarde  él se pasó por su casa para platicar un ratico y preguntarle cómo había pasado el día. Ella, melosa pero desconfiada, le había dicho de buen talante:

- Anda, Eusebio, que hoy no sabes lo que te dices, que vienes achispao.

Al día siguiente se levantó de buen humor, era un hombre que no tenía malas copas y jamás perdía la compostura. Había pasado la noche durmiendo como un tronco bajo los efectos del alcohol. Su madre estaba ensimismada y seria. – Tampoco llegué tan borracho, se dijo para sí Eusebio, malinterpretando la actitud de la madre. Para romper el hielo, la abrazó por la cintura y le plantó un beso sonoro sobre el pelo canoso. Ella volvió el rostro y le clavó una mirada de censura:

- Pero, hijo, ¿cómo puedes estar de tan buen humor después de la noche de disparos que hemos tenido?
- Perdone, madre, contestó, ya sabe usted cómo llegué anoche... nada he sentido, se lo juro.

Hacía mucho frío y cuando salió con las ovejas procuró no separarse de ellas protegiéndose con el calor que el rebaño producía. Al pasar por las tapias del cementerio, como siempre que se habían oído disparos, buscó con la mirada las huellas mudas de la tragedia. Además de nuevos impactos sobre las tapias, en ocasiones encontró un botón o un jirón de ropa que guardaba en el bolsillo para luego “darle sepultura”; era una superstición para él, si aquellos pequeños fragmentos se guardaban, pensaba, de alguna manera el crimen no quedaría impune.

Observó el terreno con inquietud y avergonzado por su pesado sueño. El escarchazo mantenía aún visibles y congelados algunos restos de sangre sobre la tierra. Comenzaba a amanecer para él un nuevo día que había sido el último para aquel puñado de hermanos anónimos. De pronto, algo que brillaba llamó su atención. Antes de agacharse para recogerlo lo inspeccionó con la punta de la garrota sin llegar a identificarlo. Al poner el objeto sobre la mano izquierda quedó paralizado de estupor. ¡No podía ser verdad!, lo que tenía en su mano no era otra cosa, ¡que un ojo de cristal! Lo guardó en el puño y metió temblorosa la mano en el bolsillo del pantalón. La mano le quemaba mientras temblaba de frío.

Las ovejas presintieron que algo extraordinario pasaba. El perro las dirigía de un sitio para otro sin lanzar ni un solo ladrido. Si la tierra se hubiese abierto en ese momento, como cuando el terremoto de Alhama, Eusebio no habría pestañeado. El sol comenzaba a calentar y las botas se le hincaban en la tierra húmeda por la escarcha. Caminaba contando los troncos de los olivos. Al llegar a Los Morrones se detuvo y observó el paisaje de la Vega, con sus colores invernales, las chimeneas de las fábricas arrojando humo, el olor de la jámila lo envolvía como una segunda piel devolviéndolo a la vida. Chifló al perro y este corrió hasta sus pies, lamiéndole las manos.

De regreso tomó una decisión: el ojo de cristal no se separaría jamás de él. Lo sacó sin escrúpulos del bolsillo y lo limpió con su pañuelo. Se quitó el sombrero y escondió el ojo de cristal bajo la cinta, deformando la tela hasta señalar un hueco y apretando luego  el lazo hasta que quedó bien sujeto. Al llegar a casa, pensó, veré cómo lo afirmo para que no se mueva. Al colocarse de nuevo el sombrero sobre la cabeza tomó conciencia de cuánto pesaba, el sombrero jamás volvería a ser el mismo.

Nunca podría olvidarlo. Hacía justo cuatro meses. Era martes y primero de mes. Estaba seguro porque el día anterior había ido en su busca un tratante de ganado con el que había cerrado un buen negocio…

VI. Después de todo lo ocurrido en la taberna, Eusebio pasó la noche inquieto. No saber si los forasteros continuaban en el pueblo o si la Josefa habría podido localizarlos, le quitaba el sueño. Había puesto el sombrero sobra la almohada y en los sobresaltos del duermevela le parecía que el ojo de cristal palpitaba como un corazón.

Se levantó más temprano que ningún día, aún la madre no había encendido el fuego cuando acababa de afeitarse. Preparó una talega con pan, queso y tocino salado y llenó de vino una bota; también guardó dentro un paquete de picadura y una cajetilla de papeles para liar tabaco. Tenía la impresión de olvidar algo importante. Rebuscó en la memoria y acabó echando una navaja.

Salió satisfecho con sus ovejas cuando aún era noche cerrada. Hombre y animales caminaban deprisa  para no llegar tarde a la cita. En los primeros olivos unas sombras lo esperaban. El Eusebio chifló al perro dándole órdenes precisas. Las ovejas rodearon a las sombras.

- Buenos días tengan ustedes, dijo a la pareja enlutada.

Parecían dos perros canijos y temerosos. El hombre contestó al saludo de Eusebio quitándose la boina y haciendo un gesto con la cabeza.

- Creo que tengo algo que ustedes están buscando, prosiguió Eusebio.

El rostro de la mujer se iluminó por unos segundos y Eusebio pudo comprobar que  era más joven de lo que aparentaba momentos antes. Bajita, fibrosa, la piel de la cara endurecida por el trabajo se acompañó de una sonrisa esperanzada y agradecida. Ya no era La Dolorosa que había descrito Josefa el día anterior.

Eusebio se quitó el sombrero y deshizo el lazo con cuidado, sacando el ojo de cristal que entregó con primor a la mujer enlutada. Ella lo tomó con las dos manos y permaneció ensimismada algunos minutos. Luego, lo envolvió cuidadosamente y se lo metió entre los pechos. Su hijo volvía a estar seguro y nunca más se apartaría de su lado.

- ¡Dios lo bendiga!, dijeron al unísono el hombre y la mujer enlutados.

Eusebio les entregó la talega con timidez, temiendo que pudiera ofenderlos o rompiera el hilo de sus sentimientos. Ellos la aceptaron con naturalidad y reiniciaron su camino, volviéndose de vez en cuando para despedirse de aquel hombre, cuyo nombre no llegaron a saber pues las preguntas sobraban y saber las respuestas podría ser riesgoso en un futuro incierto.

Eusebio estuvo tentado de decirles que los esperaba una vez al año, tal día como aquel, en el cerro del Lucero,  a mitad de camino, pero llegó a la conclusión de que aquel compromiso podría ser demasiado para una familia de tan escasos recursos.

Durante el resto de la jornada estuvo meditando sobre la conveniencia o no de compartir lo ocurrido con Elisa. Al fin y al cabo, estaba loquito por ella y en pocos meses sería su esposa. El sólo no podría soportar el peso del sombrero y de la memoria durante toda la vida.

Cuando llegó a verla al final del día, con su sonrisa limpia y su mejor atuendo, Elisa lo miró con picardía. Aquella mujer conseguía incendiarle el corazón, las manos se le iban sin querer buscando su cuerpo delgado.

- ¡Quieto, Eusebio, que pareces un pulpo!, solía decirle al mismo tiempo que le guiñaba coquetamente.

Se sentaron uno frente al otro junto a la chimenea y, a media voz, Eusebio le narró emocionado todo lo ocurrido. La suegra hacía la vista gorda, dejando la puerta del patio abierta,  para que conversaran tranquilos, mientras limpiaba el chotico que el Eusebio le había traído de regalo. Total, pensaba la mujer, mientras estén hablando, no tengo nada que temer.

- Hiciste bien, Eusebio, y estoy orgullosa de ti. Serás un buen padre para mis hijos, sentenció con orgullo Elisa.

- ¿Sabes una cosa, Elisa?, le preguntó. Quiero que me  hagas una promesa: que la verdad no se perderá por nuestra culpa, que la conservaremos y cuidaremos como parte de nuestras vidas, que nuestros hijos la sabrán de nuestros labios y que al primer varón que nos nazca, le pondremos el nombre de Manuel.


- ¡Eso está hecho, Eusebio!, contestó ella, comiéndoselo con la mirada.

Y entonces fue cuando se produjo el último milagro del día. La madre de Elisa comenzó a machacar unos clavos de olor en el almirez. Coyuntura clave que los novios aprovecharon para besarse con pasión.

Por esas cosas que el terror generalizado no pudo controlar, la innata solidaridad entre los humildes, pasados algunos años, en el barrio más pobre de Montefrío, en el Barrio Alto, muchos niños llamados Eusebio corrían por las calles.

Eusebio y Elisa sólo tuvieron hijas.

Roete Rojo

Relato finalista del I Certamen de Narrativa Breve Sobre la Recuperación de la Memoria Histórica, Córdoba, 2006. 

lunes, 7 de mayo de 2012

CERO GRADOS: NI FRÍO NI CALOR




La Alhambra nevada. Foto: R.Hidalgo

(A mi novia Dolors, así, para que todo el mundo lo sepa)

I. Al fin llegó el invierno continental a Granada y como el resto de las cosas que se suceden en esta tierra las temperaturas variaron bruscamente de la noche a la mañana. Tal día como un martes estábamos en mangas de camisa y tal día como el siguiente, las temperaturas bajaron a 0º. Estábamos a  principios de noviembre y lo que no es propio no es propio. ¿Alguien pensó vivir la agonía de una eterna primavera? Todos los años para San Alberto nos hemos cagao del frío... ¿o no?, ¿a qué venía tanta vanidad?, ¿por qué no  nos aceptarnos como somos, continentales?

La tormenta de nieve hiela el corazón de los oportunistas, descarao. La nieve llegó hasta los mismos bigotes de la ciudad que se estremeció con la presencia de algo más hostil que la nieve, “el agua nieve” racheada por un aire de cojones, como una venganza o un castigo.

¡Una alucinación blanca cegadora! No sólo las altas cumbres. También las sierras menores, todo el cinturón montañoso que protege a la ciudad y a la Vega hasta convertirla en un gueto cerrado a cal y canto.

¡Qué maravilla! En unos instantes irrumpen los ocres y amarillos ocultos, las calles se cubren de hojas caídas de todos los árboles que han surgido como por encanto a izquierda y derecha. Ahora cobran sentido las granadas y membrillos que adornan mi altar sagrado. Faltan el olor a malta hirviendo y los cuentos de fantasmas y aparecidos que nos narraba la abuela Concha.

El invierno es de la estaciones del año la que más me recuerda a la posguerra. Aquí hubo una guerra, sí, y tras ella, una posguerra que tuvo sus olores peculiares, sus ruidos peculiares, su sabor peculiar. Infancia de sabañones invernales, de piojos invernales, de botellas de agua caliente para soportar el frío de las sábanas, de pan asado con manteca blanca, de botas Katiuska que mordían los dedos de los pies congelados, de noches en que los cuerpos se abrazaban para combatir el frío, de historias transmitidas de viejos a niños, de días cortos y noches eternas...

¡Qué maravilla pasear por Granada en pleno invierno! Ese frío que te corta en rodajas como hogaza de trigo; la calle del Aire, junto a la Catedral, donde los hombres esperaban para ver los tobillos a las mujeres... Es como una risa tonta, te ríes pero no sabes  por qué, te ríes de frío pero te ríes. Cualquier taberna se convierte en albergue oportuno.

Por las tabernas pasan todos los personajes granadinos a modo de enciclopedia de sociología. La pareja de octogenarios que llegan todos los días con su “mercedes” y sus atuendos y maquillajes perfectos, el tabernero que tiene dolor de muelas y que se caga en Dios cada vez que llega un cliente y atiende austeramente a los presentes para convencerlos de que se vayan pronto. La pareja que se besa con obstinación a pesar de la corriente y que seguro está animada por un tipo de calefacción especial, los estudiantes bulliciosos que todo lo perturban pero con los que hay que ser gentiles porque son el único soporte económico de una ciudad en ruinas desde su propio nacimiento.

¡El malditismo de Granada! del que habla mi amigo Fernandito y del que pocos hemos conseguido desprendernos pues pensar que lo hemos vencido para siempre sería un acto de osadía de consecuencias imperdonables. Estar rabiosamente enamorados de Granada y luchar día a día contra ella es tarea para colosos. Pero cuando menos cuesta amarla y sobrevivir a la contradicción dialéctica es en invierno. Por eso es tiempo de reposo, de una cierta tranquilidad que nos permite ser ingenuos, optimistas, audaces.

Todas estas cosas andaba meditando a principios de noviembre, y miren, estamos a mediados de diciembre. Desde entonces muchas cosas me han atravesado, la mayoría con dolor de cuchillo afilado.

Mi mesa de trabajo parece salida de un ciclón. El revoltillo de papeles, carpetas, libros, periódicos, etc., habla de un tremendo regreso con las maletas llenas de corazones compartidos.  Sí, regreso de verlos a todos o a casi todos. He encontrado estupendos a mis amigos del alma, a mis primos, a mis hermanos sobre los que no parecen pasar los años porque están protegidos de sus heridas con la vacuna del compromiso y de la amistad verdadera. Y es que siempre, a pesar de las heridas, aparece la sonrisa limpia que no tiene otra explicación que la militancia amorosa. Quien por amor lucha tiene esta vida ganada, suelo decirme y repetirme.

¡Qué procesión de ojos y miradas! En cada una de ellas descubro desalientos y pesares, alegrías y amores desbordados, pérdidas infinitas, descubrimientos inmensos. Con mi modesta alma de poeta escudriño hasta encontrarme con los últimos secretos, algunos de los cuales me hielan las entrañas. Almas  hermosas que siguen siendo golpeadas por un enemigo plural y travestido. A todas las abrazo por igual intentando retener en mis sentidos el aliento que las impulsa.
El movimiento triple uve –me dijo el indio taíno-, te invita a una fiesta extraordinaria.
¿El movimiento triple uve?, le pregunté.
Sí, el Movimiento de Viejos Verdes Vividores.

Y aunque no hubo tiempo de acudir a la fiesta el diálogo será vacuna en mis malos momentos posteriores. Ahí estaba la vida en medio de la complejidad de nuestras vidas. Mi indio taíno llora mucho, llora por todo porque todo lo conmueve como si fuese un niño que acabara de nacer... ¿no es maravilloso? Siempre que estoy junto a él necesito llevar mi libretita de notas como segunda piel. De lo contrario podría, quizás, mi memoria olvidar alguna genialidad de su ocurrencia. Estábamos escuchando a un trío –entre los tres deben juntar por lo menos 500 años, decía el indio taíno-, una de las letrillas decía algo así como “el rey salomón engañaba a su mujer, hombre que no lo repite poco hombre es”. Yo le dije: -¡Menuda letra! Él me contestó: - Es que el rey salomón era un machista vagabundo.

Mi indio taíno no entiende que si me invita a cenar apenas comeré nada porque me ahoga la nostalgia del aceite de oliva. ¡Una expresión de eurocentrismo!, pensará en silencio mientras él disfruta de cada alimento que reposa sobre la mesa.
         
II. Por aquí, Dolors, ya empezaron a recoger la aceituna, a funcionar las viejas y modernas almazaras; la orujera de mi pueblo también escupe por sus chimeneas ese vapor que huele a aceitunas zapatúas. Hace mal tiempo y las nubes aplastan sobre nuestras cabezas el olor de la jámila, el olor de la Andalucía profunda, la del olivar. El río Guadalquivir va entre naranjos y olivos... los dos ríos de Granada van desde la nieve al trigo... Ay, amor, que se fue y no vino, escribió Lorca olvidando que los ríos de Granada también atraviesan olivares profundos, caminan hacia olivares profundos en la provincia de Córdoba.

Hemos hablado por teléfono sobre viejas locomotoras montadas por hombres de tizne y carbón. ¿Quién me iba a decir que mi novia también amaba el ferrocarril? El nuestro será un noviazgo prolongado y fructífero, me digo, mientras Roque me mira con sus ojos más asombrados.

Desde la Estación de Granada se puede contemplar la Alhambra, parte  del Albaicín y la Sierra Nevada. Cuántas veces no habré contemplado esas imágenes mientras esperaba ver llegar la locomotora a la que mi padre puso nombre; oírla pitar sólo para mí, con el ritmo inventado por mi padre sólo para mí... ver su rostro quemado por la ventanilla, su saludo con la mano, esperar su seguro regalo, un regalo de posguerra, una piedra, una maderita, un tebeo abandonado en cualquier vagón... Subirme a la locomotora y acompañarlo siendo su heroína hasta el depósito; en una mano el canasto con los despojos de una mala alimentación y la ropa sucia, la niña enclencle de la otra mano, el ser más feliz del mundo en esos instantes...

¡Y tú me hablas de locomotoras, Dolors!

Era la navidad de 1974. Roque y yo regresábamos en tren de Málaga a Granada, habíamos pasado el fin de año con unos compañeros de facultad. En la estación de Bobadilla, a mitad de camino, el tren paró unos minutos. Desde la ventanilla observaba los andenes cuando lo vi a lo lejos: -¡Es mi padre, es mi padre! Comencé a gritarle desde el tren: -¡Papá, papi, papuchi! Por fin me oyó y me buscó con la mirada. Mientras yo agitaba la mano y pegaba saltos dentro del vagón, él me dedicó desde la distancia algunas de sus mejores travesuras y comicidades. Seguro que mucha gente pensó que se trataba de un loco, comenzó a hacerse el cojo, a caminar como si estuviera borracho, a hablar mediante gestos... yo me partía de la risa mientras Roque me miraba con sus ojos más asombrados.
         
De niña, en cualquier mes del año, cuando él estaba en casa me mandaba al depósito “para ver la hojilla”. Seguía sus instrucciones al pie de la letra, sintiendo que iba tras de mí a sólo unos centímetros; los maleteros me saludaban diciendo: - Ya viene la Morente chica a ver la hojilla de su padre... Podía cruzar los primeros tramos de vías bajo el túnel pero luego debía cruzar otras muchas vías con sumo cuidado, mirar a derecha e izquierda, en la oscuridad, para comprobar que no venía ninguna locomotora o el tractor de las maniobras... Todo lo hacía a la perfección hasta llegar nerviosa al depósito, decía buenas noches a los borrachos perdidos cada quien en sus nostalgias, me subía a un banco de madera y buscaba nerviosa su nombre hasta encontrarlo. Entonces iniciaba el camino de regreso a casa memorizando el número de la locomotora, la hora de salida, el trayecto, etc... Entonces mi disco duro estaba en perfectas condiciones y no olvidaba ningún detalle de importancia. No como ahora que a causa del paso del tiempo y de la lucha de clases anda hecho una piltrafa irrecuperable.

De aquel ferrocarrilero de carne y hueso, Dolors, aprendí una palabra que me marcó para siempre. La palabra “pancista” que no he encontrado esta noche en mi fabuloso diccionario. Era una palabra mágica que actuaba como un comodín que todo lo prohibía. No podíamos utilizar el economato de la empresa, en aquella tardía posguerra, “porque eso era de pancistas”; nosotras no podíamos asistir al colegio de ferroviarios que estaba al lado de casa “porque eso era de pancistas”, no podíamos ir a la caseta de la feria de la empresa “porque eso era de pancistas”, no podíamos utilizar la biblioteca de la parroquia “porque eso era de pancistas” y un largo etcétera de pancistas que escondía la más hermosa ética resistente que jamás haya conocido. Quedó claro que entre otras muchas cosas que no éramos, ni somos ni seremos gracias al borracho ferrocarrilero estaba, está y estará la de ser “pancistas”.

Ya ves, querida Dolors, que mis celos por tu amor al ferrocarril y los ferrocarrileros están sobradamente justificados. Pero estoy dispuesta a mordérmelo y tragármelo por la seducción que tus hermosos ojos ejercen sobre mí. Mi indio taíno entenderá.


Ferrocarrileros


Enero 2002

La Inquisidora General

Ferrocarrileros.- Me he quedado de una pieza al sacar la foto del portarretratos en el que se encontraba. Al mirar la parte posterior he visto que estaba fechada: Marzo de 1960. En ese momento nuestro padre tenía 48 años… ¡Qué joven y guapo! Os cuento: mi padre es el que está solo en primera fila, seguro esa era su locomotora, la que limpiaba y abrillantaba y todo el mundo reconocía… ¡Ya viene Juanillo Morente!  De la fotografía mi memoria sólo rescata dos nombres: “Rafalillo el Tata”, el que está en segunda fila; y el “Chato Carmona” (era un chiste pues tenía una narizota grandísima), en la tercera fila, el tercero por la izquierda. He intentado, sin éxito, reconocer a “Vargas”, el fogonero gitano de mi padre.